“Yo espero cualquier
cosa de esta noche, hay como una atmósfera de fin del mundo…”
(Julio Cortázar)
Cada vez que Juan se decidía por
fin a intentarlo, pasaba algo que lo hacía desistir. La primera vez pudo ser
una siniestra casualidad, la segunda una desafortunada coincidencia, la tercera
y la cuarta unas malintencionadas concurrencias, pero la quinta y la sexta
parecían una advertencia clara del destino. “No hay mal que dure cien años” se
dijo resueltamente la séptima vez que se decidió a invitarle un café a Catalina.
Era el verano más ardiente de los últimos 25 años, tenía prohibido tajantemente
tomar café, no tenía ni un solo peso en el bolsillo, y Catalina no sabía ni
siquiera su nombre, pero él lo intentaría esta vez. Era un hecho resuelto y
planificado.
Era un miércoles soso,
insignificante y aburrido. Juan lo escogió porque no habría nada que se
interponga en su camino, no había marchas, no había fiestas, no era día de
turistas guapos que le pudieran robar la atención de Catalina. Y sobre todo
porque era el día de “la” reunión.
Caminó despacio sobre la alfombra
de su habitación. Se puso las pantuflas hechas de pluma de ganso que eran la
única herencia de un abuelo que tenía mucho dinero pero poco aprecio por su
tercer nieto, que había nacido antes de tiempo y que además era hijo de padre
no habido. Abrió las ventanas para ver el día, y un espléndido sol de mayo se
arrojó a sus brazos en cuanto corrió las cortinas, respiró hondo hasta llenarse
los pulmones con el aire del pacífico que venía directo hacia su chalet de dos
pisos ubicado en el centro de la ciudad, herencia de una abuela sobreprotectora
cuyo último deseo había sido afeminarlo o meterlo de cura, así lo estipuló en
el testamento que escribió dos años antes de morir, cuando Juan tenía 7 años.
Terminó su ritual matutino de
siempre en el baño, observando su rostro por largos minutos frente al espejo.
Tenía la tez blanca, demasiado blanca como decía molesta su madre que seguía
enamorada de su padre prófugo, moreno, fuerte y de buenas piernas al cual él no
se parecía en nada. Era sobretodo flaco, alto y debilucho, pero eso sí, tenía
un caminar elegante herencia de algún pariente, quizá, de ese padre
desconocido.
Tenía las cejas pobladas, el
cabello tan negro que parecía azul y la mirada verde. Esa mirada verde
esmeralda que no era herencia de nadie, esa mirada verde que quemaba. Tenía
bonitos ojos, Juan, y esa había sido la mayor suerte de su vida.
Era casi medio día y él no podía
perder más tiempo. Hacía como 3 meses que conocía a Catalina, y estaba seguro
de estar perdidamente enamorado de ella. De esa compañera nueva, casi
desconocida, de esa muchachita de cabellos casi rojos y de piel blanca que hace
3 meses le había dado la vuelta a su mundo cuando dijo: “Qué tal compañero,
mucho gusto”.
Lo había mirado por una fracción
de segundo con sus ojos marrones color del café y había pestañado con sus
largas pestañas de mariposa, cuando lo dijo. Había sido implacable Catalina, no
dejó espacio a la duda o a la defensa del pobre corazón del buen Juan sino para
responder con un seco “Mucho gusto compañera” acompañado de una carraspera y un
gesto adusto que en vez de expresar el amor más abyecto y servil, hizo sentir a
Catalina que a Juan por algún raro motivo, le molestó que se acercase a
saludarlo.
Pero Juan estaba dispuesto a
cambiarlo todo por ella, de vencer a su gran enemigo para invitarla a salir, a
ese gran enemigo vestido de capa gris y sombrero de copa que lo acompañó desde
que tuvo que salir sentado del vientre de su madre. Ese gran enemigo que no era
la timidez ni la desconfianza sino la falta, completa y casi absurda, de
suerte.
Así era Juan, el eterno muchacho
sin suerte que cruzaba el parque surcado de brisa de verano, camino a una
reunión política guitarra al hombro y esperanza al pecho tarareando una
cancioncita de Víctor Jara. Así era Juan de sencillo y bueno. Así estaba hecho Juan,
de la arcilla de los hombres simples que tienen la vida complicada.
Mientras recorría el caminito
empedrado de la calle mayor, pasando al lado de todo el bullicio que traía
consigo el verano, Juan pensaba en Catalina. Pensaba en las pecas de su rostro
de niña traviesa, en la blancura de sus manos y en la sensación que recorría su
espalda cada vez que Catalina cantaba. Pero estos recuerdos inocentes y puros
podrían ser un peligro para los transeúntes, pues Pablo con los ojos cerrados y
la sonrisa grande en la cara no se fijó nunca en los golpetazos en la cabeza
que le dio a 3 hombres y a dos 2 niñas con la guitarra. Fue hasta el golpe que
le dio una viejecita con la cartera que Pablo volvió a la realidad, al momento,
al ahora.
Pero Pablo no era ningún
improvisado, y debido a su falta completa de buena suerte no le había dejado
espacios en esta batalla. Pablo sabía que Catalina era una de las compañeras
más lindas del movimiento, y sabía también que como él, había otros 5 compañeros
que también la rondaban. Pero Pablo, había leído sobre dialéctica y objetividad
durante toda su vida y sabía que más allá de las probabilidades en contra,
debería centrarse en las probabilidades a favor, y aquí había una muy grande:
Él era el encargado de la parte cultural en cada reunión por ser el que mejor
sabía tocar la guitarra, y Catalina cantaba como los ángeles nunca sabrían
hacerlo.
Confiaba en esa probabilidad
grande en que ella le permitiera acompañarla con la guitarra en alguna canción
que a ella le gustara. Confiaba también en la pequeña probabilidad de que
pudiera conversar con ella un par de minutos luego de eso, confiaba en la buena
voluntad de Giorgio, su dirigente y mejor amigo para encargarles alguna
presentación, juntos, en un evento cualquiera, y poder pasar las bonitas tarde
de ese verano ardiente ensayando con ella alguna que otra canción de Mercedes
Sosa. Confiaba como mayor aliada en Valentina, la compañera de Giorgio, sobre
todo, responsable directa del comité de prensa y propaganda al cual pertenecía
Catalina, y confiaba con todas sus fuerzas en ese misterio masculino que son
las conversaciones y recomendaciones que se dan entre mujeres acerca de los
hombres y las relaciones. Si, Pablo confiaba en las probabilidades, en sus aliados
tácitos y en el bonito sol que pintaba el cielo de naranja.
Cuando llegó al local, había ya
mucho movimiento dentro de la sala. Corriendo se acercó a él Valentina, y lo
saludó afablemente como solía hacerlo, pero Pablo reconoció en el brillo de sus
ojos negros, una sensación nueva de complicidad que le alegró el alma. “Me
alegra que haya traído la guitarra, compañero. Los invitados no tardan en
llegar y necesitamos que ustedes abran el evento”. “¿Ustedes?” preguntó él un
poco nervioso mientras ella lo llevaba del brazo detrás de las cortinas del
escenario sin darle más explicaciones que una sonrisita burlona. “Si, compañero
ustedes. Ud. y la compañera Castro, ¿la conoce verdad?” “Si, pero…” tartamudeó
Pablo descreído del afortunado giro que
habían tomado los acontecimientos. Cuando quería que algo pase, por más
preparado que estuviera para el momento, o por más que se haya imaginado la
situación desde distintos ángulos y perspectivas, cuando de verdad ocurría,
Juan no tenía ni idea de lo que debía hacer.
Por su eterna mala suerte, este
era uno de esos momentos. La guitarra empezó a pesarle, y a pesarle también el
polo negro y los jeans desteñidos comparando su vestimenta con el elegante
vestido rojo que llevaba Valentina ceñido al talle. Empezó a sentirse tan desaliñado
ante la pulcritud de las ropas de la compañera que se paró en seco y no quiso
avanzar más. “¿Qué pasa, Juan?” preguntó Valentina extrañada. “Compañera,
¿usted cree que estoy bien vestido?” dijo él en un arranque de sinceridad.
Valentina lanzó una carcajada que no hiso más que asustarlo. “Compañero, usted
es un artista, puede vestirse como quiera y estar siempre acorde a la
situación. Que sepa bien que estos trapos burgueses que Giorgio me obligó a
usar no son más que para una entrevista que tendré luego de la ceremonia”
Volvió a reír, pero como vio a Juan no muy convencido, cambió de estrategia, y
un rostro serio acompañó sus palabras “Y sepa también que lo que usted me ha
preguntado, también me lo preguntó la compañera Castro, y la respuesta ha sido
la misma: La moda y los trapos son cosas de burgueses y no de revolucionarios”.
Juan se sintió relajado, como
desprovisto de vergüenzas o de sensaciones de inferioridad, al comprobar que
más allá de todo y de todos, él y Catalina tenían las mismas preocupaciones
banales y tontas como la ropa que usaban. Ese era un indicio pequeño de
compatibilidad, pero de todos modos era un indicio. Juan creía que esta tarde,
particularmente esta tarde, la mala suerte había decidido darle una tregua o
quizá sólo le haya perdido el rastro, pero fuera como fuese Juan estaba
decidido a aprovechar el momento.
Cuando llegaron al escenario
tapado con las cortinas, Juan pudo ver a Catalina tocando la zampoña sentada
sobre un cajón peruano, justo debajo del tragaluz del techo. La luz del sol de
verano la alumbraba a ella. No había más luz que en ella y su zampoña. El
escenario estaba a oscuras pero ella brillaba.
“Este es el compañero Juan
Cienfuegos, Catalina. ¿Se conocen verdad?” dijo Valentina cuando llegaron.
Catalina le lanzó una sonrisa de bienvenida a los recién llegados y recuperando
el aire perdido en tocar la zampoña dijo: “Claro, Vale, nos conocemos. ¿Qué
tal, compañero?, ¿es cierto que usted toca la guitarra como Silvio Rodriguez?” A
fuerza del halago, una linda sonrisa se abrió en el rostro encantado de Juan
por toda respuesta.
“No tanto, pero si es muy bueno,
ya lo escucharás” Dijo Valentina salvándolo del mutismo en que se había
sumergido. “Te ha buscado Giorgio por acá Vale, dice que necesita los nombres
de los invitados y no sé qué más…”
Valentina vio la ocasión perfecta para escabullirse y dijo mientras
salía “Este hombre habla de hacer la revolución mundial y no es capaz de
organizar una reunión sin mí”.
Cuando la música de los tacones
de Valentina se hubo difuminado, el silencio volvió con fuerza. La sonrisa de
Juan aún no se había terminado de esfumar cuando Catalina la hiso renacer,
preguntándole como había estado. “Bastante bien, compañera, muchas gracias” se
permitió decir en medio de esa borrachera de felicidad que significaba
encontrarse con ella a solas, y por obra
de la buena educación recibida de la abuela, que quería convertirlo en cura, se
apresuró a preguntar “¿Y a Ud., compañera, cómo le ha ido?” Los hoyuelos que se
le formaban a Catalina, al lado de los labios cuando sonreía, volvieron a
aparecer en su cara cuando le contaba a Juan, como le había ido por ese
laberinto de la vida, del que ella buscaba salir a fuerza de canciones
bienintencionadas y de causas bien encaminadas.
Al conversar con Catalina, Juan
pudo entender porque los antiguos griegos decían que las diosas tenían figura
humana y porque hacían sentir a los hombres las pasiones más fuertes. Catalina
era una de esas diosas que había bajado del olimpo, para hablar un rato con él,
con ese chico común que tocaba la guitarra y que la escuchaba extasiado de
estar tan de acuerdo y tan a gusto con ella. No sudaba, ni temblaba y eso, en
la corriente vida, de Juan, era una suerte. Era una suerte también que Catalina
decidiera hablarle de su viaje por los andes dónde había aprendido a tomar mate
de coca y a tocar la zampoña. Mientras ella le hablaba de los uros y de los mapuches
que vivían en estado de gracia al pie de las montañas y las lagunas en una
especie de comunismo andino y de socialismo natural, él se dio con la sorpresa
de que las palabras exactas que ella usaba eran las que él usó con Giorgio en
una madrugada de borrachera para hablar de las tribus originarias de
Latinoamérica y su desempeño político en la historia. Sí, eso también era una
suerte.
Habían estado hablando desde hace
media hora, mejor dicho Juan estuvo escuchando sus pensamientos en la boca de
Catalina, cuando se dieron cuenta que la reunión estaba por empezar y no tenían
las canciones ni listas ni ensayadas siquiera. Ambos rieron, con esa risa de
travesuras infantiles que ambos tenían. Giorgio entró raudo en el escenario,
estaba enteramente vestido de negro y tenía una boina igualmente negra en las
manos. “¿Cómo les ha ido muchachos? ¿Tienen listas ya las canciones? ¿Cuáles
serán? Por cierto, Hola Juan, Vale dice que te pongas esto” Giorgio hablaba muy
rápido, como en un interrogatorio, tenía don de mando, tan bueno era ese don
que hacías lo que él quería sin darte cuenta que era una orden. “Si, las
tenemos listas, te pasaremos los nombres en un ratito, ¿nos esperas?” Dijo
Catalina con voz dulce. “Sí, claro compañera, los esperaré, aún tienen 5
minutos… ¿Te la pusiste ya Juan?” Dijo Giorgio, volviendo a ordenar. Juan tenía
entre sus manos la gorra favorita de Giorgio, gorra con exacto modelo de la
boina del Che Guevara que no dejaba que nadie tocara. “¿Por qué me la estás
prestando, Giorgio? Le preguntó Juan, un poco sorprendido. “Porque dice la
tonta de mi compañera que a ti te sentará mejor, que los artistas deben ser
siempre un poco irreverentes y en cambio los dirigentes tenemos que ser en
cambio, un poco más cuerdos. ¿Puedes creerlo? En fin, te la regalo. Vas a
quedar como un verdadero trovador, Juan. Eso es todo. Me voy ya, vuelvo en 5
minutos por las canciones” Giorgio volvió a decir esto muy rápido, y salió sin
esperar respuesta, apurado como estaba siempre. Catalina cogió la gorra de
manos de Juan y se la puso en la cabeza, acariciándole los cabellos. “Giorgio,
tiene razón”, dijo mientras sonreía.
Nunca había tenido una
presentación sin antes haber ensayado al menos alguna de las canciones que
debía tocar, pero casualmente los nervios se le habían ausentado junto a la
mala suerte, y Juan estaba más que listo para empezar el recital junto a la
compañera Castro que había escogido las
7 canciones que tenían que tocar. Él estaba seguro de conocerlas todas y feliz
de acompañar a la voz humana más cercana a la de un ángel con su vieja y
querida guitarra.
Los jeans gastados de Catalina,
su cabello largo y lacio, su blusa con diseños andinos y sus sandalias
compradas en la selva del Amazonas parecían un atuendo de gala sobre el
escenario. Cuando la voz de Valentina anunció a la compañera Castro y al
compañero Cienfuegos, el aplauso caluroso que recorrió la sala no les permitió
dudar sobre ellos mismos, así que cuando se levantó el telón, tanto Catalina
como Juan estaban convencidos de haber ensayado esas canciones como cien veces.
Juan estaba sentado detrás del micrófono de Catalina, y podía mirarla cantar a
su gusto y antojo. Tanto que cuando tocaba la guitarra al ritmo de la
internacional socialista, sólo la tocaba para ella y su dulce voz, para nadie
más.
Las canciones y las ponencias de
aquella reunión, fueron de gran utilidad para encender la llama de las ideas de
los compañeros que se habían reunido esa tarde. La armonía de la guitarra y la
voz era perfecta, como si en efecto, hubiera ensayado cien veces. La emoción
con la que cantó Catalina “Gracias a la vida” y la fuerza que le puso Juan a
los trinos de su vieja guitarra, hicieron incluso derramar algunas lágrimas a
la madre de una compañera desaparecida.
A pedido expreso de Valentina y
Giorgio, el recital se había cerrado con “Volver a los 17”. Ambos dirigentes
dejaron de pelearse para pedir esa canción de mutuo acuerdo. Juan hubiese
podido ver que incluso Giorgio abrazó a Valentina, mientras ella aplaudía sino
hubiese estado tan concentrado en la suerte que era tener a esa voz de ángel
tan cerca a sus oídos.
Al final de la reunión, la cara
de todos los asistentes estaba contenta, y los corazones rebozaban de alegría.
Eso se podía leer en las pupilas de todos en general y en las de Juan en
particular. Sin embargo, la noche estaba terminando y él no había sido capaz de
invitarle a Catalina un café. Esta perturbación volvió con más fuerza cuando la
vio en una equina de la sala despidiéndose de algunas compañeras. Cuando el
nudo en la garganta amenazaba con asfixiarlo, Giorgio se paró frente a él. “Oye
Juan, quiero que me hagas un favor, ¿podrás?” dijo Giorgio, con su don de mando
y un cigarrillo en la mano. “Sí, claro, compañero, dime” dijo Juan resignado a
perder su oportunidad de invitar a salir a Catalina “Mira tengo una reservación
cancelada en el café Kuskin, de la plaza mayor. Pensaba ir con Valentina luego
de la reunión, pero tenemos que quedarnos con los invitados que vienen de otras
ciudades. Tú sabes que el dinero no me lo reembolsarán así que puedes ir con
toda libertad a tomar un café o un helado. Si quisieras invitar a alguien,
también estaría resuelto. ¿Te parece bien?” Giorgio, como era costumbre, dijo
todo esto muy rápido y en calidad de mandato. Sin embargo, la suerte austera y
esquiva de Juan, parecía habérselo vuelto amiga y casi hermana. “De acuerdo,
compañero, lo haré” dijo mientras sonreía.
Cuando hizo acopio de todas sus
fuerzas, Catalina estaba acercándose a él para despedirse. “¿Te tienes que ir
ya, compañera?” le dijo ansioso, mientras le clavaba la mirada con sus ojos
verdes que quemaban. “Si, compañero. Es tarde ya. Y ¿no sabe usted que hoy es
el fin del mundo?” dijo ella irónica. “¿Cómo?” respondió él incrédulo. “Mire
compañero, espero que no se vaya a molestar usted por las creencias mágico –
religiosas que aún no he podido desterrar del pensamiento, pero hay una
profecía que señala que hoy será el fin del mundo, que iniciará dentro de una
hora con una lluvia de meteoritos…” Catalina dijo esto sonriendo, con sus
dientes de hámster y su mirada de niña. “¿No cree que sería de muy mal gusto
incluso, para mi mala suerte, que se acabe el mundo, justo hoy? ¿Y si así
fuera, en su función de fin del mundo, tiene Ud. tiempo para un café conmigo,
compañera?” dijo Juan devolviéndole la sonrisa. “Bueno, ya que va a ser mi
último café, compañero. Está bien”.
Cuando salieron, en las calles la
lluvia anunciaba su llegada. Lluvia en verano, la ironía de la vida empezaba a
mojarlos mientras caminaban riendo por la plaza mayor. La gente de a pie,
atemorizada por la profecía del fin del mundo y la lluvia repentina, corría a
sus casas. Catalina y Juan, en cambio, subían a la terraza del café Kuskin, por
ese primer café que podría ser el último. Los vientos y la lluvia danzaban
junto al mar que se encabritaba, pero la rara buena suerte de Juan hiso que el
café Kuskin, café de políticos y artistas zurdos, se mantuviera alejado de
tanta profecía absurda y de la psicosis colectiva.
Se sentaron en la mesa número 13,
frente a la ventana desde donde se podía ver el mar, desde donde habían llegado
ciertos barbones libertarios para rescatar a la isla de las manos de la
dictadura, e instaurar en ella el gobierno de todos, el gobierno que ellos
defendían con su sangre. Ese mar combativo que trajo la revolución a aquellas
costas, parecía estar más violento que nunca. Agitando sus altas olas, al ritmo
de la fuerte brisa que mecía a su antojo a las palmeras.
Cuando les trajeron los cafés, la
cara preocupada del mozo, parecía ser el reflejo de las calles con lluvia y
tormenta. “Relájese, compañero. Es sólo una tormenta de verano, no vamos a
creer en tonterías burguesas, ¿no?” le dijo Juan. El mozo trató de forzar una
sonrisa. “Si, compañero, tiene Ud. razón, que disfruten el café”.
“Siempre he tenido muy mala
suerte, Catalina. Pero hoy parece haberse ido la nube gris que me acompañaba”
Le contaba Juan mientras tomaban el café mirándose a los ojos. “La suerte no es
un concepto materialista, compañero”, le reprochó Catalina. “El fin del mundo,
tampoco lo es, compañera”, le dijo riendo Juan. Catalina le devolvió la sonrisa
y la mirada en otro sorbo de café.
Cuando de pronto, un ruido seco
acompañado de un temblor removió toda la isla y armó un griterío en todas las
calles. El mozo que los atendió les dijo que había caído el muro en Berlin y
los meteoritos en China, mientras salía corriendo del café. Catalina y Juan se
quedaron mirando un largo momento sin decirse nada. “Y con esto mi mala suerte
ha vuelto. No me preocupan, lo de los meteoritos compañera. Pero si el muro ha
caído, entonces si es el fin del mundo”. Le dijo Juan a Catalina mientras la
miraba largamente con los ojos verdes que quemaban. “Mi café aún está caliente,
compañero” Dijo ella por toda respuesta mientras miraba el mar con sus ojos
castaños, tratando de ir hasta el muro y reconstruirlo con la mirada. Juan le
tomó la mano derecha con su mano izquierda y la besó, mientras ella le
acariciaba la mejilla.
Y así, entre esa atmósfera de fin
del mundo, entre el mar bravo que se retiraba varias millas atrás, entre el
furor de la gente que gritaba, y el rumor de la tierra que incontrolable,
temblaba. Catalina y Juan, tomaban su primer café tomados de la mano.